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OPINIÓN

21 de noviembre de 2021

¿DE GLASGOW AL INFIERNO?

José Ignacio González Faus, teólogo español nos acerca su mirada sobre la cumbre del cambio climático.
El pensamiento de José Ignacio González Faus tiene tres grandes ejes: la reivindicación del "rostro humano" de Dios y el acceso a la fe desde la humanidad real de Jesús; la crítica al capitalismo y al dinero como idolatría; y los pobres como vicarios de Cristo de una Iglesia que debe ser comunidad al servicio de los pobres.

Que la madre tierra está gravemente enferma no es ninguna novedad. Lo que está resultando llamativo es nuestra actitud ante esa amenaza: ya otra vez hablé de “pretender curar el cáncer con paracetamoles”.

Desde París, Kioto… hasta el último protocolo de Glasgow nuestra reacción ha sido siempre insuficiente. Más lamentable en este último caso, porque ya los avisos de la tierra habían comenzado a ser bien serios. Y eso aunque sabemos que (citando a Francisco): “Dios perdona siempre, los hombres perdonan algunas veces, la tierra no perdona nunca”.

Creo pues no ser pesimista si auguro un final catastrófico para la humanidad en este planeta. Y una prueba de ello la dan los que ya están preparando un traslado a Marte para cuando la tierra decida expulsar al género humano.

La humanidad siempre se ha mostrado incapaz de asumir responsabilidades colectivas; y siempre han sido grupos minoritarios los que han conseguido evitar catástrofes globales. Porque, cuando las amenazas son lejanas, tendemos todos a reaccionar como D. Juan Tenorio (“¡qué largo me lo fiais!”), para luego morirnos de pánico cuando ya las tenemos encima. El dicho aquel de “pan para hoy, hambre para mañana” no surgió por casualidad, sino por una experiencia acumulada. Y el repunte de la covid cuando ya estábamos próximos a superarla, quizá sea un buen ejemplo de eso.

Que en esta era de globalización de la que tanto presumimos y en la que el mundo se convierte en “aldea”, no tenga la humanidad una autoridad global (en vez de ese fantasma impotente de la ONU) es condenarnos a vivir en una “ciudad sin ley”. Hay necesidades urgentes: como que el calentamiento global deje de ser de un 2,4 para pasar a un 1’5, y que no desgastemos cada año al planeta tierra casi un 50% más de lo que puede reconstruir. Pero si esas necesidades se nos proponen solo como una “recomendación” cuando deberían ser objeto de una obligación legal, no es difícil predecir lo que de ahí resultará. Porque esa recomendación tropezará con dos obstáculos insalvables.

 a.- Por un lado, la mentalidad occidental (tan valiosa por una parte como infatuada por otra), ha impuesto una mentalidad que considera que los derechos humanos no primarios están por encima del bien común: cualquier sacrificio que se nos imponga ante la amenaza ecológica será visto como una violación de “mis” derechos. Lo ocurrido en España con la sentencia del TC respecto a los estados de alarma al inicio de la pandemia, me parece un buen ejemplo de ello: era más importante que yo pudiera salir a la calle que el que murieran miles de personas.

b.- Por otro lado, nuestra dependencia energética se ha convertido en una verdadera esclavitud: es sintomático que se vuelva a hablar ahora de las centrales nucleares a las que hace poco veíamos como un riesgo muy serio que no debíamos correr. Y ¿por qué esa marcha atrás? Pues para evitar el carbón sin disminuir nuestro consumo energético.

Porque es que estamos como el drogadicto ante el “mono”. Preferimos pensar que nuevas tecnologías y nuevas fuentes energéticas (coches eléctricos etc.) nos permitirán vivir con los mismos niveles de consumo. Pero no es así: porque esas “soluciones” dependen de materiales (litio, cobalto, uranio…) mucho más escasos que el petróleo y de difícil almacenamiento. Lo cual significará, ya de entrada, una subida notable de los precios.

Por todo eso, me atrevo a predecir que si un gobierno se propusiera imponer por ley todas las medidas ecológicas necesarias, perdería las siguientes elecciones[1]. Estamos pues ante una impotencia colectiva.

Quisiera no ser pesimista pero -personalmente- no veo manera de evitar el futuro desastre. Parece como si esos textos catastróficos de la Biblia (por ejemplo: los últimos discursos de Jesús) que no pretendían ser una profecía sino solo una advertencia (pues en la Biblia hay otros textos más positivos sobre el final de la historia), se nos estén convirtiendo en pronósticos seguros.

En circunstancias así, para cristianos de verdad, y para todos aquellos que sienten nuestra responsabilidad sobre la tierra, la tarea es no rendirse a pesar de todo. Si no podemos evitar la catástrofe, al menos debemos trabajar para disminuirla. Eso supone asumir unas pautas de conducta bien austeras, que ni serán obligatorias ni las asumirán la mayoría de nuestros hermanos humanos; y asumirlas por amor a la tierra y al género humano.

Evocando una vez más la propuesta de I. Ellacuría sobre “una civilización de la sobriedad compartida” como única salida que tiene este mundo, hay que decir que si esa civilización se ha revelado imposible, hay que intentar paliar esa imposibilidad mediante otra civilización de la austeridad minoritaria y solidaria.

Y repito una vez más: no porque seamos mejores que nadie, sino por amor a la tierra y al género humano. Y sin olvidar la tajante advertencia evangélica: a la pregunta de “cuándo sucederá eso” se responde siempre que el día no lo conocen “ni los ángeles ni el Hijo sino solo el Padre” (Mc 13, 32). Es una manera de decirnos que lo nuestro no es hacer vaticinios sino vivir siempre alerta.

 

 

[1] Como la historia se repite puede ser bueno evocar algo que decían mis viejos libros de historia. Hacia el s. VI a.C., Atenas se hallaba en una situación muy virulenta y Solón (uno de los llamados “siete sabios de Grecia), propuso unas medidas muy oportunas. Pero no quiso imponerlas porque decía que eso era antidemocrático. El resultado fue una debacle, hasta que un tal Pisístrato se impuso como dictador y logró que las cosas se arreglaran. Y creo que ha sido el único dictador que supo retirarse en seguida. Los otros dictadores ni arreglaron las cosas ni supieron retirarse. Por desgracia.



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