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OPINIÓN

6 de noviembre de 2021

Daniel Ortega: la construcción de un tirano

NICARAGUA:
Único candidato durante ocho campañas presidenciales, se adueñó de Nicaragua y, según todo indica, está dispuesto a mantenerse en el poder mientras viva

Por: Fabian Medina

Este domingo Daniel Ortega estará asegurando su cuarto periodo consecutivo como gobernante. Lo hará a pesar de estar señalado de crímenes de lesa humanidad, y registrar los peores índices de popularidad de su historia política. La más reciente encuesta de Cid Gallup determinó que perdería contra cualquiera de los siete opositores que manifestaron su deseo de competir por la presidencia. Él solucionó ese escollo metiéndolos presos a todos. Es el dictador mostrándose de cuerpo completo.

De Daniel Ortega se ha dicho que era el más apagado y anodino de los nueve comandantes de la revolución que encabezaba aquella horda jubilosa que descargaba sus ametralladoras al aire el 20 de julio de 1979. Lo ha dicho Sergio Ramírez Mercado, quien lo conoció en el exilio en Costa Rica y, ya en el poder, lo acompañó como su vicepresidente. También lo dijo Moisés Hassan, exguerrillero y compañero de Ortega en la Junta de Gobierno en los primeros años revolucionarios. “Era apocado”, describe Ramírez.

“Su falta de escrúpulos lo ha llevado ahí donde está”, dice también de Ortega un viejo comandante de la revolución de los años ochenta en Nicaragua. Pide que no se le mencione por su nombre. Pocas personas dan su nombre y su cara para opinar en la Nicaragua de estos momentos. Cualquier palabra que irrite a Daniel Ortega o a su esposa, Rosario Murillo, puede llevar al infortunado a terminar con sus huesos en la cárcel. O confiscado, perseguido o exiliado. No importa que sea alguien de la tercera edad o un viejo compañero de armas. “Es eso”, repite, “la falta de escrúpulos”.

¿Cómo llegó Daniel Ortega a ser el tirano que es? Hace unos diez años me hice una pregunta similar. En ese momento, a pesar de que Ortega era un personaje omnipresente en Nicaragua, y que en sus manos tenía la suerte de más de seis millones de nicaragüenses, me percaté de que también era un perfecto desconocido. Hasta su regreso al poder en 2007, a pesar de que esa fue su quinta campaña electoral y que ya había sido presidente de la República, Ortega era una gran página en blanco lista para escribir su historia. La opacidad de su pasado parecía intencional. Ya se empezaba a escribir una historia a su conveniencia. Aparecía dirigiendo frentes de guerra donde nunca estuvo, jefeando operativos en los que no participó y se hablaba de él como el gran líder que nadie conoció.

De su niñez se sabía poco o nada. Se hablaba mucho de sus largos años de cárcel, pero no de cómo llevó su vida de presidiario. ¿Qué fue de su vida guerrillera? Las respuestas a estas preguntas me llevaron a escribir un perfil que terminó convertido en un libro publicado en septiembre de 2018: El Preso 198.

En el camino me encontré con un personaje que nunca fue brillante. No lo fue en el colegio, donde más bien destacó por sus malas calificaciones. Tampoco lo fue en la guerrilla, donde sus limitaciones físicas y su decisión de permanecer en el exilio, lo hicieron participar solo en una escaramuza de combate, que celebra cada año con la pompa de batalla decisiva en la guerra contra la dictadura de Anastasio Somoza. Ni lo fue en la dirigencia sandinista insurreccional donde siempre estuvo a la sombra de su hermano menor, Humberto Ortega.

Sin embargo, Ortega se convirtió en el líder de la revolución por encima de otros comandantes guerrilleros de mucho más colmillo, luego se apropió del partido Frente Sandinista, de quien ha sido el único candidato durante ocho campañas presidenciales, se adueñó de Nicaragua, a la que maneja como su finca personal, y, según todo indica, está dispuesto a mantenerse en el poder mientras viva.

Para la periodista uruguaya española Carmen Posadas, la ventaja de Iósif Stalin sobre León Trotski, en la dictadura soviética, fue la “conjunción de mediocridad y crueldad a partes iguales”, donde la mediocridad sirve en los inicios para “no levantar suspicacias”. Tal vez fue eso.

A finales de los años setenta, Daniel Ortega era un dirigente sandinista de muy bajo perfil. En su currículo tenía una temprana participación en acciones vandálicas como quemas de buses y detonaciones de bombas caseras en las viviendas de algunos somocistas, el asesinato de un sargento de la Guardia Nacional, el asalto a un banco y siete años de cárcel. Su mejor carta era la sombra que sobre él ejercía Humberto Ortega, su hermano menor, quien había logrado colocarse como la cabeza visible de uno de los tres grupos en que se dividió el Frente Sandinista. Humberto Ortega usaba a su hermano para controlar las posiciones en las que él no quería estar visible, señala el antiguo camarada de armas de los Ortega.

“A Humberto nunca le ha gustado estar en primera línea. Prefiere estar tras bambalinas, mover los hilos del poder, pero no ponerse al frente y asumir todo lo que ponerse al frente implica. Él puso a Daniel”, dice.

Daniel Ortega llega a la primera línea sandinista por dos razones básicamente: una, la muerte de los principales dirigentes y, dos, su personalidad de hombre apagado que despertó pocas sospechas a la hora de colocarlo en los cargos que iban quedando vacíos. Era la mediocridad avanzando sin suspicacias que mencionaba Posadas.

Así es como aparece en la Dirección Nacional del Frente Sandinista, primero, y en la Junta de Gobierno, luego. Con su designación como candidato del Frente Sandinista en la campaña de 1984, se comienza a producir un cambio que solo fue muy evidente algunos años después. Desde esa posición titular dejó cada vez más de ser el “delegado” de los otros comandantes para asuntos del Gobierno, y a mostrarse como la cabeza del sandinismo y la revolución, cuando no como el sandinismo y la revolución misma.

“Daniel Ortega se creía, y me imagino que todavía se cree, la personalización de la revolución y el Frente Sandinista. El Frente Sandinista es él. Y para conseguir lo que quería no tuvo ningún escrúpulo en crear caos en el país o hacer uso de las armas, en un tiempo en que varios de los demás miembros de la Dirección Nacional habíamos perdido el apetito por ese tipo de comportamiento”, dice la fuente.

El Ortega que ahora conocemos estaría definido por la derrota electoral que sufrió de parte de Violeta Barrios de Chamorro en 1990, y su reencuentro con Rosario Murillo, una persona muy distinta a él que, sin embargo, complementa al dictador en que se ha convertido. No es el dictador Ortega. Es el dictador Ortega Murillo. Dos personas distintas fundidas en una sola.

Para mantenerse como cabeza del Frente Sandinista después de la derrota, eliminó toda competencia interna. Quien no estuvo de acuerdo con su liderazgo, se tuvo que ir del partido. Solo aceptaba competir en elecciones primarias por la candidatura presidencial si estaba seguro de que no podía perder. Cuando apareció Herty Lewites, un candidato popular y carismático, por ejemplo, eliminó las primarias y expulsó a Lewites del partido. Y cuando Lewites se enfrentó a Ortega como candidato desde otro partido, muy convenientemente para Ortega, se murió de un infarto a pocos meses de las elecciones, en un hecho que algunos familiares de Lewites consideran al menos sospechoso.

Tampoco es que hiciera todo el camino solo. Se rodeó de un grupo pequeño de incondicionales que sacaban ventajas de mantener a Ortega a la cabeza. Con sus adversarios naturales, los liberales, negociaron un pacto en que se repartieron el Estado, y al mismo tiempo se fue tejiendo una red de colaboradores que invadió las instituciones del Estado, dispuesta a hacer de todo por la revolución, en el entendido ya para entonces de que Daniel Ortega era la revolución.

Posiblemente Daniel Ortega hubiese llegado a ser dictador con o sin Rosario Murillo, pero sin ella no sería el tipo de dictador que es. Ella lo complementa. Ignorada en los años ochenta, Murillo tomó el control sobre Ortega en tres momentos de suprema debilidad del líder sandinista. La primera, cuando ella regresa de México tras la derrota electoral de 1990 y le recuerda que ya le había advertido de que perdería y que muchos de sus cercanos lo iban a traicionar. La segunda, durante los infartos silenciosos que Ortega sufre en 1994, que la llevan a dirigir su dieta, cuidado médico y régimen de vida. Y la tercera, en 1998, cuando su hija Zoilamérica Ortega Murillo denuncia públicamente a Daniel Ortega por abuso y violación sexual. Murillo da la espalda a su hija y acuerpa a Ortega. Desde entonces nunca más se les vería separados.

El coctel Ortega Murillo mostraría su poder letal en 2018, cuando los nicaragüenses, hartos de los abusos de este binomio, salieron a las calles a pedir su renuncia. La respuesta fue brutal: 328 asesinados según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), más de mil presos políticos, cien mil exiliados y un país convertido, hasta ahora, en una gran cárcel.

Lejos ha quedado la imagen de aquel guerrillero de poblado bigote y gruesos lentes de miope que entró a Managua en 1979 estrenando uniforme militar y armas nunca disparadas junto con otros alegres camaradas, anunciando que la dictadura se había acabado en Nicaragua. Ahora él es el tirano. Y ni de palabra ni de hechos ha tenido problemas para reconocerse como tal.

 (*) Fabián Medina es un periodista nicaragüense, autor del libro El Preso 198: un perfil de Daniel Ortega.

 

Fuente: elpais.com

 



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